viernes, noviembre 24, 2006

Y esta es mía

Ésto lo escribí yo hace un tiempo:

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Pero el poeta está enamorado
(Pablo Neruda)


Mañana amanecerá muerto y lo sabe. Vendrán con cadenas, algún bate de béisbol y gasolina. Siempre llevan un par de botes de gasolina cuando salen de cacería. Tal vez tenga suerte y únicamente le abran la cabeza. Tal vez tenga suerte y no lo quemen vivo. Tal vez siquiera se esmeren en una buena paliza y todo sea rápido. No usarán las pistolas de sus papis, claro. En este barrio la policía viene demasiado pronto.

Mañana amanecerá muerto y lo sabe. No irá nadie a su entierro, no sabe si lo enterrarán. No habrá manifestaciones espontáneas ampliamente anunciadas de tolerantes ciudadanos, de esos que con las manos pintadas de blanco exigirán a los ineptos gobiernos, los que ellos mismos eligen, pena de muerte para los imbéciles que consideran, todavía, que pegarle un tiro en la nuca a un idiota que ha hecho de lamerle el rabo a los poderosos su forma de vida cambiará la conciencia, la falsa conciencia, que dijo el filósofo, de tanto patrioterismo de pandereta. No habrá minutos de silencio en las instituciones, ni paros en las fábricas.

Mañana amanecerá muerto y no habrá infinitas colas para ver su cadáver, para ver su tumba, porque apenas nada quedará de su cadáver, porque no sabe si tendrá tumba, porque aunque existe, sabe que existe, a nadie importa su existencia más que un fútil estremecimiento en la conciencia de quien, por algun absurdo error genético, la posea y se atreva, o al igual por otro error, cruce con él un breve instante la mirada. Ni siquiera aquellos que lo verán morir, aquellos que están al otro lado de la cámara de seguridad vigilando que nadie robe en el cajero, que nadie ataque al cajero, irán mañana a su entierro. Tampoco llamarán a nadie, no harán nada por pararlo. No lo hicieron cuando fueron a por Adisa y no lo harán ahora.

Adisa, profesor en un país africano, que tuvo que huir de su hogar por culpa de una guerra que continuaba, que continúa, pese a no ser ya noticia. Adisa, que huyó de que le abrieran la cabeza a machetazos para que se la abrieran a patadas, que nunca molestó a nadie repartiendo publicidad en la salida del metro. Adisa, que prefirió vivir en la calle para mandar más dinero a su familia y así traerlos a esta falsa tierra de promisión donde lo miraban por su color, con odio por no haber nacido en la ínfima minoría del mundo desarrollado, o con lástima por falsos amigos que intentaban autojustificar su pretendida multiculturalidad luciendo a su lado como mascota a un extranjero. Adisa, que salió de su vida con el cráneo partido, su sangre tan roja como todas, mientras a todo un continente de distancia, a solo un estrecho de distancia, una mujer y una niña todavía miran ansiosas el teléfono, el correo, esperando una llamada, una carta.

Adisi, que tantas veces le recomendó que dejase esa vida, que él podría ser algo, que tenía estudios, que tenía una familia. A veces lo tuvo en cuenta. A veces soñó que volvía al mundo, que no le costaba en absoluto, y buscaba el amor y lo encontraba, y compraba un pisito y lo llenaba de niños y envejecía viéndolos crecer y moría en la cama, cogido de la mano de su amor eterno, de su amor verdadero, dedicándole sus últimas palabras.

Mañana estará muerto y no habrá palabras. Gritos, tal vez insultos, pero no palabras. Ni siquiera del presentador televisivo que saca tanto dinero cada noche, de la señora de la limpieza cuya llegada le avisa de la hora de marcharse. Nadie lo echará de menos en la esquina donde se sentaba desde hace ya tanto tiempo, donde miraba a la cara de la gente para ver si lo miraban, para recordar a los que paseaban ufanos con sus bolsas de grandes almacenes que tenían las manos manchadas con la sangre del niño que había confeccionado aquella prenda tan bonita, y tan barata, encerrado catorce horas en una fábrica, a quienes lucían traje y estilo que con la dignidad no se podía negociar, a quienes aparentaban querer cambiar el mundo que empezasen por él, que le dieran existencia a uno de los excluidos a los que cantaban tan solo con una mirada. Pero todos agachaban la vista y aceleraban el paso. Algunos le daban una moneda, suficiente para él, pero nunca, nunca una sonrisa, nunca una mirada.

Mañana estará muerto, pero no va a huir. Vendrán los nuevos cachorros de unos viejos tiempos que han vuelto, aunque ellos no lo sepan, y lo matarán, y sabe que no puede ofrecer mucha resistencia, que la resistencia alargaría su agonía y siempre temió mucho a la muerte. Vendrán con la cara cubierta pero él reconocerá voces y los llamará por su nombre, y ellos se pondrán nerviosos y tal vez golpearán más fuerte y acabarán antes y el morirá viendo manar su propia sangre, con la certeza de que su vida no ha servido para nada, de que sus asesinos vivirán impunes porque el mundo siempre mirará a otro sitio, su sitio soñado, hasta que a ese sitio también se extienda la miseria, y entonces soñarán otro, y después otro, o lo comprarán ya soñado, mucho más rápido, mucho más fácil, por el insignificante precio de su esencia, de su alma.

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